Hoy he ido al estadio del Rayo. Hacía algunas semanas que no pasaba por allí. De vez en cuando visito la grada para ver algún partido, pero este año estoy quedándome más en casa con la familia y la televisión. Dar una vuelta por Payaso Fofó, Teniente Muñoz Díaz, la Albufera o Arroyo del Olivar es activar recuerdos y momentos que siempre permanecerán en un álbum que de cuando en cuando es bonito ojear. Me he emocionado al renovar el abono de mi hija, que a punto de cumplir un añito ya ha bajado unos cuantos números. Ha sido hermoso.
Y ha sido el mejor momento del año. Ese instante en el que Enrique, el capo de las taquillas, me ha dado los dos cartones con los abonos de mi niña. Y es que el año está siendo muy difícil para todos, más incluso de lo que se sospechaba el pasado verano. Porque aunque en ocasiones la necesidad quiere aferrarse a la normalidad, es una misión imposible, ya que esa normalidad ni existe ni se va recuperar a corto plazo. “Te noto más desanimado con el Rayo por las redes sociales”, me ha dicho esta mañana el empleado al que más estimo del club. No es desánimo la palabra, quizá sea distanciamiento. Por diferentes motivos, aunque el más evidente es la situación global que envuelve a esta entidad de 95 años de historia.
El Rayo no es ganar o perder. El Rayo no es subir o bajar. El Rayo no es meter o encajar.
El Rayo no es celebrar o llorar. El Rayo no es felicidad y tristeza. El Rayo no es gol y error. El Rayo no es un tobogán. El Rayo no es marco y me remontan. El Rayo es eso y mucho más. Pero ante todo el Rayo es, para muchas personas y para varias generaciones, ir al estadio a pasarlo bien. Eso se ha perdido, eso está en un limbo cada día más alejado del corazón de los aficionados. Y eso no parece que vaya a volver. Esté el equipo segundo, duodécimo o penúltimo. Sin eso el Rayo no es el Rayo.
Claro que lo notan los futbolistas. Y el entrenador. Y los rivales. Y los árbitros. Todos. Pero nadie debe olvidar que el que más lo padece es el hincha que acude al estadio tras tomar una decisión que colisiona directamente con su razón principal de ser aficionado. No hay nada más antinatural para un rayista que no ir a Vallecas… o peor, ir a verlas venir. Es como comer en un Asador y pedir ensalada. O acudir a un concierto y no berrear ninguna canción a pleno pulmón. Podemos buscar muchas palabras, pero sólo una hace justicia a la actual situación: es una mierda.
Me gusta Ulloa como delantero del ascenso. Me flipó el latigazo del niño de El Pozo, Montiel, directo al poste. Mola ver a Morro plantado en el arco. Conmueve volver a disfrutar de la esquina de Los Pajaritos cantando y coloreando de franja roja el helador frío soriano. Pero poco vale lo ilusionante y menos lo negativo si el aficionado no puede dejarse la garganta en el santuario del fútbol de barrio.
“No hay solución”, dijo Alberto García hace ya varios meses. Sabía lo que trasmitía porque había intentado mediar con la propiedad muchísimas veces. No hay solución. Solo que un día, por lo que sea, la hinchada del Rayo tome la decisión de volver, algo que yo creo que terminará produciéndose. No será una derrota porque este es un partido que jamás se ha jugado en igualdad de condiciones. Si llega ese momento será simplemente por la necesidad del ser humano de ser feliz, por el egoísmo de recuperar la felicidad perdida. Poco tiene que ver eso con ganar o perder, sino con sentir, que es infinitamente menos fugaz que cualquier triunfo.
Mientras tanto aquí estamos. Contándole a los nuevos que ese Vallekanfield desangelado nosotros lo hemos visto temblar. Y que llegarán tiempos mejores. Porque no os quepa ninguna duda de que algún día, tú, querido hincha de la ADRV, volverás a levantarte nervioso esa mañana en la que sabes que toca acudir al estadio a gritar, cantar, reír y llorar. Ojalá también algún día este plumilla que escribe se siente delante del folio para escribir del Rayo y le vuelvan a fluir las ideas. Queremos recuperar la cobertura.